domingo, 17 de mayo de 2009

Blanco

Mi esposa sugirió el sofá blanco. Pero el color blanco siempre fue extraño para mí. No sólo por las innumerables manchas en las remeras sino, además porque me recordaba a la última vez que vi a mi viejo. Estaba vestido con una camisa blanca. Y un pantalón negro. Ah, y un moño blanco, también. Tan blanco que hacía de su piel, un montón de carbón nuevo. Los zapatos, no me acuerdo. Yo, que pensaba que mi viejo toda la vida iba a estar de camiseta, hoy moría de camisa. Como queriendo morir siendo alguien más. Al menos, así lo veía mi mamá. Ella tenía la impresión de que si le cambiaba la ropa, no era él quien se moría. No lo decía, pero yo sabía que así era. Porque nunca iba aceptar ese hueco que él le estaba dejando en su vida. Así, entonces, lo vistió ella misma. Ella misma levantó su cuerpo segregado de toda alma, de toda vida, y lo vistió de camisa blanca, de pantalón negro. Cuando mi viejo nunca había usado un pantalón de vestir, y aún menos, un moño.
Ese día, lo llevaron en un auto largo. Yo era de corta edad, y el auto se me hacía interminable. Era negro, y brillaba de limpio. Lo pusieron en una cama, (o al menos, a mi me parecía un cama, hasta que le pusieron la tapa). Mi mamá me subió a un auto, no recuerdo cuál, y así viajé hasta la estación, lento y siguiendo al auto en el que dormía mi viejo.

Siempre me voy a acordar de toda las personas que estaban paradas, hablando unas con otras, en voz baja, triste. Las que estaban sentadas, eran viejas que yo no conocía, y que estaban vestidas con joyas y chales, muy maquilladas, y de negro. Otras lloraban, la mayoría de a golpes. Una mujer me levantó y me sostuvo en sus brazos un largo tiempo. Pero no me dijo nada. Era una chica, vestida de negro, como todos. Cuando me bajó al piso, recorrí la sala. Un enorme aro de flores, con una inscripción en el medio que yo no supe leer, decoraba la entrada. Pero flores había en todo el lugar. De hecho, cada rincón tenía un arreglo. Y así, y todo, la sala era lo más triste que yo había visto. Seguí caminando, di la vuelta a una pared y entonces lo vi.
Le habían destapado la cama, y mi viejo seguía durmiendo. De camisa, pantalón y moño. Lo miré, como solía mirarlo cuando tomaba una siesta al sol. Pero no lo desperté. Nunca lo había despertado de una siesta. Me pareció extraño que la estuviera tomando a la madrugada, pero nunca lo había cuestionado, y no iba a empezar ahora. Una mujer apareció de golpe detrás de la pared, asomando la cabeza con miedo, pero apenas vio a mi viejo, ahogó un grito con las manos, estalló en llanto y volvió a donde estaba. Yo me alegré porque el grito no lo había despertado.
En eso estaba, mirando a la mujer, y me di vuelta de nuevo. El viejo ahora estaba sentado en la cama. Se había desabotonado la camisa, y el moño lo había tirado al piso. Las piernas estaban flexionadas, y tenía los codos apoyados sobre las rodillas. Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo, y fumó uno que estaba bastante maltratado. Me miró, y sonrió. Yo no le devolví la sonrisa.
Se puso el cigarrillo en la boca, y con las dos manos libres, se desabotonó el resto de la camisa blanca. Primero, corrió una manga, luego la otra, hasta que quedó en camiseta. Se sacó el pantalón negro, y reveló bermudas.
Entonces, no sé de dónde sacó ojotas, se las puso sobre las medias, encastrándolas entre el dedo gordo y el de al lado. Pegó un saltito hasta el piso, y se largó a caminar. Me pasó la mano por la cabeza, y salió caminando de la sala, esquivando personas de negro, flores, llantos, joyas, pero sobre todo, llamadas. Lo llamaban por su nombre, lo tocaban y trataban de detenerlo. Pero se desprendió de todo y de todos, y salió a la calle, así como estaba, en camiseta y bermudas, se sentó en el cordón y tiró el pucho a la calle. Y recién ahí, pudo morir.

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